Con las “redeiras” de A Guarda
Por
Eliseo Alonso
Las escotaduras
del litoral gallego fueron, desde antiguo, nidales de pescadores que faenaban
próximos a la costa. Pequeños puertos fueron naciendo con su encanto marinero,
su caleta, sus tabernas y cien historias. Desde el de A Guarda salían y salen
las valientes gamelas, y hace muchos años, aquellos desaparecidos “volanteiros,
de alta amura y ancha manga, que iban tripulados por dieciocho hombres. En 1911
llegó al puerto guardés el primer pesquero a vapor, el “San Antonio”, que faenó
al pincho y al “ardor” y fue el precursor de la floreciente flota de la
actualidad.
En las chabolas
pescadoras, que son los bajos de las casas altas levantadas con dinero del mar,
hacen red las mujeres, mozas y ancianos. Las “redeiras” entrelazan hilos,
moviendo la rápida y estilizada aguja de madera. Tras los rombos blancos, nos
parece como si contemplásemos una obra abstracta con fondo de mar.
Desde la pesca
litoral a la de altura encontramos el ansia de navegar en las raíces más
antiguas de Galicia. El mar guardés, siguiendo una diaria faena, ya se pierde
en aquellos primeros pesos de red del paleolítico.
Las chabolas de
las redeiras o “atadeiras” están cerca de los salseros que huelen a yodo y a
carenas. Se oye el mar de la copla, que anda, desanda y desaparece, mientras
sobre el hilo blanco zigzaguea la aguja. Los viejos marineros, cuando ya son
navegantes de recuerdos, también se hacen rederos, que es otra forma de volver
a recordar singladuras y lances. Estos viejos pescadores y las redeiras de más
edad nos hablan, en el barrio de la Marina, de los secretos de las
entintaduras.
Por aquellos
años, las redes que primero eran de algodón y luego de cáñamo se lavaban en la
fuente y se estiraban a secar sobre el muelle. En un pilón de madera, llamado
“gamela da casca”, por semejanza con esta embarcación, se echaba la mezcla de
cáscaras de “salgueiro” y pino rojo, previamente machacadas con un mazo de
madera y con las que se entintaba la red. Esta operación de “encascar” también
se realizaba en el pote, y cuando la red era grande, en la caldera de cobre y
el pilón de piedra.
Ya preparada la
red, se echaba agua bendita, para que trajese buenos lances, o se le golpeaba
con una rama de acibeiro, en tanto se repetía este ensalmo:
Acebiño, meu miniño,
Aquí te veño a buscar,
Dalle
sorte ó meu home
No
halar e no largar.
Y así salen a
la mar los trasmallos –viejo arte de invención guardesa, las raciras, moños,
rascos, la rede del “ardor” y otras. Actualmente, aparte las que surten a su
propia flota, A Guarda exporta redes a otros puertos de Galicia, Asturias,
Vascongadas y Marruecos.
Redes al sol,
gaviotas curiosas y aromas de los calafates. Desmallados los peces, las mujeres
lavan y repasan las redes. Remiendan las que rompen las rocas del fondo o tejen
otras nuevas con la gracia y el donaire de sus agiles dedos de redeiras.
En realidad, la
red es una gigantesca y estremecida tela de araña en la que ha de caer el pez
de cada día y que al halarla viene llena de su plata viva. Las redes van a bordo,
prontas al lance que indique la
tradición de la ardora o la técnica de la sonda. En ellas se embarca la
paciente y bella labor de las redeiras.
Desde aquellas
primeras artes de la volanta, el cerco de xareta o los trasmallos, la red ni en
el actual nailon ha perdido el encanto de su artesanía. Las redeiras, con su
viejo arte, parece que tienen la mar en sus manos.
FARO DE VIGO,
5 de Agosto de 1981
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