El sargazo hay que buscarlo en las sudestadas,
cuando las olas se hacen añicos y el mar nos arroja a la cara su sal. Entre el
faro de Cabo Silleiro, que blanquea el océano, y el portugués de la Insua, en
la foz del Miño, podemos extender este bronco litoral de los sargazos.
En todo un granito salvaje con nidales
de percebes y pulpos. A él bajan las argaceiras, que mejor sería –y
desearíamos- ver en otros lugares. Muchas son de tierra adentro; vienen
campesinamente y traen a la ribera su canción verde de resina y pinos. Pero
todas ellas saben que el mar es otro cantar. Como es el romance, sólo dice su
canción al que consigo va. Las argaceiras se entregan y danzan con él, mientras
la tragedia cabrillea en las espumas de la resaca. De nuevo parten, ahora
marineramente, de la ribera hacia el prado. En su caravana de caballos de color
sargazo transportan las algas de sugestivos nombres: “soja”,”folla de maio”,
“carallote”, empleadas todas –menos la “xerez” de la que se extrae yodo –como
valiosos fertilizantes.
Es la cosecha del mar devuelta a la
cosecha del campo. Es preciso robar, poco a poco, al océano lo que este hurtó
para siempre a la tierra. Son aquellos nitratos potasa, fosfatos y manganesos
que el mar arrastró, pero que las algas absorben en gran cantidad
constituyendo, de este modo, un abono excelente para los cultivos hambrientos.
Bajas estas buscadoras de algas hasta la
foz del Miño y la isla Insua con su caserío para las temporadas argaceiras de
Portugal: bajan las de La Guardia, El Rosal, Santa María de Oya, Bayona,
Gondomar. Por toda la costa abrupta y bramadora el mar abierto ahoga y arroja
las algas que han de “pescar”, a la deriva, las mujeres del “clamoeiro”, un
simple artefacto semejante a un gigantesco cazamariposas. También las gamelas
salen a su peligrosa búsqueda costera con el “arrastón”, instrumento
consistente en una red provista de una barra de hierro por abajo y de un listón
por la parte de arriba. En Portocelo, y en otros lugares de nuestro litoral
existen salpicadas por el Atlántico pequeños grupos de casas marineras que son
a la vez almacén de argazo y vivienda de las argaceiras.
Una pequeña fauna biológicamente
adaptada a las algas, habita en ese gran acuario natural del fondo del mar. Son
esos bellos caracoles, diminutos cangrejos, e iridiscentes bivalvos – alegría
de los chiquillos que los recogen cuando el sargazo está en tierra –que viven
encaramados en el dorado bosque de ese sumergido y hermoso mundo del silencio.
Las algas que arroja el mar y que aquí
se emplean casi exclusivamente como abono, encierran una riqueza insospechada.
A la memoria de muchas vendrán el “agar-agar” y otras aplicaciones más
importantes, rendidoras y casi totalmente desconocidas. Su industrialización,
con buenos resultados, ya ha comenzado en algunos lugares de Galicia.
Mientras no veamos esas nuevas
fábricas para elaborar los valiosos subproductos de las algas y no contemos con
sistemas más avanzados para su cosecha marina, seguiremos viendo la estampa
bella, pero un tanto dolorosa de las argaceiras que danzan con el mar y con la
muerte buscando el amargo sargazo nuestro de cada día.
(Foto del autor)
ELISEO
ALONSO
PUEBLO
GALLEGO, 13 de Enero de 1963
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