domingo, 4 de febrero de 2018

(VIGO) ayer

LEJANO AYER
Desde la población céltica del Castro hasta el hervor romano del Arenal, corre por el cuerpo estremecido del Vigo germinal un temblor urgente de vida y pasión. Después las laudas funerarias que vigilaron la Calzada, señalando los rumbos militares y mercantiles de una Galicia abierta al mundo imperial romano, cayeron a tierra pesadamente, para no revelar su mensaje hasta nuestros mismos días. Los férreos siglos de la invasión y dominación germánica, con el neblinoso reino suevo; las incursiones por mar de normandos y sarracenos, oscurecieron el nombre y el empuje de Vigo, que habrá quedado reducido entonces a un mísero poblado de pescadores, al cobijo del monte que ceñía la ribera del Berbés, y, acaso, a un mínimo barrio de navieros, en el Arenal. La antigua población del Castro desaparecía, bajo el polvo de las centurias. Apenas sabemos de nuestra historia más que tristezas en este tiempo. Los normandos, con el futuro San Olaf al frente, asolaban la tierra, incendiaban el cenobio de San Martín, en las Cíes, y sembraban la tremenda semilla del espanto. La alta Edad Media es como una larga noche sin esperanza.
ESTAMPA GREMIAL
Un día, andando el tiempo, suena en el mundo occidental la voz clara de un poeta nacido en Vigo, enamorado de Vigo, cantor del mar de Vigo, y hace rimar la amable eufonía del topónimo natal con la palabra más poética y tierna de la lírica medieval galaico-portuguesa: con la palabra “amigo”, que es cifra y compendio de la entrañable calidad moral de este pueblo, donde la amistad es una devoción. En el siglo XIII, Vigo renace a la Historia, en labios de su trovador Martín Códax. En la lírica codaciana, el mar es una entidad humanizada y pasible, como algo vigorosamente ligado al propio latir del burgo marinero.
Vigo entonces, cuando su más fiel poeta ensoñaba el baile grácil de la enamorada en el atrio respaldado por la suprema armonía de un pórtico románico, tornaba a poblarse. Tal vez el poder real haya conferido a la villa alguna pérdida carta-puebla, que hoy parece testimoniarse en la designación de Pobladores, dedicada a un viejo rincón del barrio marinero. Serían pobladores arribados aquí para beneficiarse de ciertas franquicias concedidas a la pesca, ya que no al comercio naval, puesto que, en este aspecto, Bayona y La Coruña disputaban tercamente a Vigo una primacía que, por fatales razones histórico-geográficas, el siglo XIX vendría a hacer indiscutible.
La villa, bajo el signo y la tutela del mar, crecía lentamente. En el siglo XI poseía ya dos parroquias: Santa María y Santiago. La primera acogía a la grey cristiana que se arracimaba en torno a la Ribera; la segunda, a aquella otra, más dispersa y holgada, que habitaba el Arenal y las tierras de labor situadas a su espalda. Para pasar de un lugar a otro, los vigueses de entonces, si querían seguir orillamar, habían de salvar la vaguada del arroyo del Hospital pisando las viejas laudas sepulcrales de época romana, que allí habían colocado formando un pasadizo.
El florecer gremial de la baja Edad Media no cogió de sorpresa a la villa. El gremio de mareantes era ya una potencia económico-social de primer orden. Los matriculados del mar tenían el derecho de elegir, por sí y para sí, un Procurador General del Mar, con iguales prerrogativas que el Procurador. La elección se celebraba el día primero de cada año, en concejo abierto, después de la misa del mediodía, en la Plaza de la Piedra. Y año hubo que se armaron grandes tremolinas con aquel motivo.
Pero ya otros oficios se habían incorporado a la vida municipal viguesa. Quedan múltiples testimonios de la existencia de varios gremios poderosos en Vigo, a partir del siglo XV. Carpinteros de ribera, toneleros, cesteros, herreros, sastres guarnicioneros, etc., poseían sus propias Cofradías, bajo la advocación de los santos tutelares, y concurrían, pimpantes y orgullosos, a las fiestas del Corpus.
 EL MAR, SIEMPRE EL MAR
Sería erróneo suponer que el empuje inicial de Vigo, como población volcada sobre el mar, se haya debido a un intenso comercio naval, del que hoy, justamente, se ufana. La originaria fuerza vital de Vigo ha de buscarse en la pesca, primera actividad extractiva del hombre costero. Cierto es que durante la época romana mantuvo la población un importante comercio a través del mar, como lo atestiguan los abundantes fragmentos de ánforas de capacidad, aparecidos en el fondos de las aguas en ocasión de los dragados realizados en ellas, y como lo confirma, de modo especial, el hallazgo, que nos cupo en suerte catalogar, de diversos elementos de una instalación fabril olivarera, precisamente en las cercanías del barrio de A Oliveira, en Teis.
Otra vez la pesca reclamó la atención preferente. Y esta industria ha sido, desde entonces, el factor más poderoso en el desarrollo económico de Vigo, con la estrecha colaboración de la villa de Bouzas, más avanzada en la audaz singladura, más pronta y ágil para el intento renovador. Vemos así como en el siglo XV Bouzas ensaya un curioso procedimiento para cercar la sardina, que entonces abundaba en la ría, desde una muralla levantada en el mar –el famoso “cerco de pedra”-, a cuya erección contribuyó económicamente la mitra tudense. Esta protección que los señores temporales de Vigo y Bouzas –El Arzobispo de Santiago y el Obispo de Tuy, respectivamente- otorgaban a la pesca, fue, en cierto modo, fatal para el desarrollo naviero de ambas villas. Pues al no ser estas de realengo, la corona se opuso tenazmente a que ejerciesen el comercio marítimo con el extranjero, tanto para la introducción como para la exportación de mercancías. Este privilegio lo tenían de antiguo Bayona, en el sur de Galicia, y La Coruña, en el Norte. Celosos ambos puertos de conservar sus tradicionales derechos, se mantenían en tensa vigilancia, y en los frecuentes litigios entablados, siempre el puerto de Vigo salió perdidoso. Ni siquiera logró Felipe II favorecer a la villa de Vigo con un trato circunstancial, a raíz de la total destrucción de Vigo, 1589, por el feroz corsario Drake. La Coruña y Bayona recordaron enseguida al monarca los perjuicios que se seguirían para la hacienda real, si se permitía el libre comercio al puerto vigués, toda vez que, no siendo éste realengo, se hallaba al margen de cualquier exacción fiscal que no fuese en beneficio de sus mitrados señores.


LA FLOTA CORSARIA 

En el año 1675 la población de Vigo era de v389 vecinos o cabezas de familia, lo cual suponía un censo aproximado de 1.500 habitantes. De aquellos solamente 68 no eran artesanos, sino profesionales, comerciantes, propietarios o empleados, mientras el censo gremial se repartía del siguiente modo: 27 zapateros o maestros de obra prima; 39 sastres; 48 carpinteros, toneleros, cerrajeros y cesteros; 68 hortelanos y jornaleros; y en fin, 138 mareantes o pescadores.
Aparte la tradicional industria pesquera, cuya evolución era, en todo caso, lenta, existieron dos causas principales del rápido “despegue”, según nuestro entender: primera, la relajación de aquellas vetustas medidas prohibitivas para el comercio naval; segunda, la actuación fructífera de la flota corsaria viguesa durante las guerras con Inglaterra. No es posible detenerse aquí a examinar en detalle las hazañas y beneficios de aquella flota armada en corso, no sólo de nuestro puerto, sino también de Pontevedra, Marín, Bayona y La Guardia, con la que –valga la cita- “tantas presas hemos hecho, a despecho del inglés”. Pero , ya que la cita nos sugiere la idea ingrata de una pura y descarada piratería, convendrá aclarar que no era ese, exactamente nuestro caso. España armaba buques en corso para perseguir al comercio naval de un país que, a su vez, causaba el mayor daño posible a la navegación española. Bastaría volver la vista atrás y contemplar el dantesco espectáculo de Rande, en aquel malhadado otoño de 1702. Por grande que haya sido la fortuna –y sí, que lo fue- de los corsarios vigueses, sus presas al comercio británico apenas alcanzarían a cubrir los réditos del inmenso tesoro que la Armada anglo-holandesa nos echó al fondo del agua. ¡Y pelillos a la mar, que el tiempo es buen curandero!.

LA GRAN OCASIÓN

La guerra de la Independencia, en la que España entera empeñó su ser, fue para Vigo la más alta ocasión de su historia. La villa, cercada por una vieja muralla medio en ruinas, hubo de sucumbir y entregarse el 31 de enero de 1809, ante la ingente masa de tropas que la amenazaba. Era la última plaza fuerte de Galicia que restaba a Napoleón, por conquistar, pero sería también la primera en liberarse, gracias al magnífico esfuerzo de sus habitantes. La bota del invasor solamente pudo pasearse –y nunca por entera comodidad- por las empinadas calles de Vigo durante cincuenta y ocho días. El 28 de marzo la guarnición mandada por Chalot capitulaba, bajo la presión de un asedio implacable del paisanaje armado, y, con la reconquista de Vigo, se iniciaba la rápida liberación de toda Galicia.
La antigua villa pescadora cobraba ya honores y prestancia de ciudad, que ha sido templada en la prueba de los heroísmos y las renunciaciones. La Regencia del Reino concede a Vigo, 1810, el título de “Ciudad Fiel, Leal y Valerosa”, confirmado por Fernando VII, no sin cierto retraso, el 22 de noviembre de 1819. Pocos años más tarde, las Cortes liberales levantarían definitivamente la pesada esclusa que vedaba al puerto de Vigo su concurrencia a todos los mercados del mundo, clasificándolo como puerto de depósito de primera clase. Los gallardetes de todos los países navegantes empezaron a tremolar en el viejo muelle de A Laxe o frente a las playas del Arenal. Pronto se hizo sentir la necesidad de emprender obras ambiciosas en el puerto.
EL VUELO AMBICIOSO
La colectividad viguesa salió fortalecida de aquella experiencia bélica, al enfrentarse con el coloso de Europa. Pudo comprender entonces que el esfuerzo común obra milagros, y se dispuso a una tarea de engrandecimiento. no faltaron hombres de clara visión del porvenir que vitalizasen los vagos afanes colectivos. Quizás el ejemplo máximo lo había dado, durante los días tensos de la ocupación francesa, el Alcalde Vázquez Varela, que supo aunar cautelosamente todas las voluntades. Tras él, los nombres se multiplican: Velázquez Moreno, Marco del Pont, Arias Enriquez, Taboada Leal…
Pero tal vez el súbito florecimiento que la ciudad experimentó al terminar la primera mitad del siglo XIX, no se hubiese producido sin el nuevo concurso de factores atribuibles, en parte al menos, al azar. Vigo fue víctima –como muchos otros pueblos de la costa- de aquellas súbitas epidemias del “cólera morbo asiático”, que en el siglo XIX  repitieron los dramáticos cuadros sufridos por la población en el siglo XVI. El mal llegaba en oleadas periódicas al continente. Se pensó entonces en la necesidad de aislar a las tripulaciones y pasajeros de las naves que arribaban a estas costas, y Vigo libró una afortunada campaña para que fuese instalado el lazareto proyectado para el Noroeste en la isla de San Simón. La obra pudo llevarse a cabo, en plena guerra civil, merced a la generosa aportación de un rico comerciante avecindado en Vigo, D. Norberto Velázquez Moreno, y a la entusiasta defensa científica del médico don Nicolás Taboada Leal, primer Cronista Oficial de la Ciudad. Se iniciaron las obras en 1839 y un año más tarde entraba el lazareto en funcionamiento.
En 1840 la ciudad se proyecta también tierra adentro, al iniciarse las obras de la carretera de Villacastín a Vigo, que pronto habría de ser la arteria natural para el tránsito de mercancías entre la meseta y su más inmediato puerto atlántico. En 1860 la ciudad rompe al fin su sistema amurallad, derribando la Puerta del Sol para dar cauce a la nueva calle del Príncipe. Vigo inicia su titánica lucha de ganarle espacio al mar. Se constituye la llamada ”Empresa de la Nueva Población”, con hombres de ambicioso espíritu, como don Emilio García Olloqui. Se forman los primeros cuadros de relleno en torno a la punta de A Laxe, para ampliarse rápidamente hacia la Alameda –entonces llamada “El Relleno” y sucesivo crecimiento marginal. Suenan nuevos nombres en la nomenglatura ciudadana: surgen el Ramal, el Ramalillo, la carretera de Circunvalación, por donde antes eran huertas y viñedos. Al cabo de un siglo, la primitiva geografía costera que se extendió a los pies del Castro ha desaparecido por completo. Ya no son más que un recuerdo impreciso, las extensas playas del Arenal, del Berbés, de San Francisco, de Coya. Vigo constreñido a espaldas del mar por un accidentado sistema de alcores y valles, hubo de iniciar su estirón urbano sobre el mar propiciatorio. La conquista de las laderas vendría después.
El esfuerzo auroral de esta espléndida realidad moderna ha partido de unos hombres con amplia visión de futuro, que, en la segunda mitad del pasado siglo, plantearon con clarividencia los problemas fundamentales del puerto y de las comunicaciones con el interior. El logro del ferrocarril fue una empresa ardorosa, a la que toda la ciudad se entregó con pasión. En esta labor unánime cabe destacar las figuras de don Eduardo Chao, teorizador de las soluciones portuarias y viarias de Vigo, y don José Elduayen, diputado por el distrito durante muchos años, que, con tesonero e inteligente afán, puso los sillares del nuevo puerto y los carriles de la vía férrea.

CIENTO DIEZ AÑOS ATRÁS
El tres de noviembre de 1853 había salido a la palestra FARO DE VIGO, periódico fundado por don Ángel de Lema y Marina, que venía a servir de portavoz apasionado de las ansias progresistas de Galicia. Al servicio de aquella noble empresa puso también su pluma un poeta vigués, José María Posada y Pereira,  que dedicó rimas a todos los fastos de la ciudad. Sus versos se han olvidado, pero el impulso poético, que jamás abandonó a su ciudad natal.
Y, por que sepamos algo más de aquel año, en que se cierran estas notas del Vigo de ayer, he aquí los nombres de algunos de los 75 electores vigueses, en vísperas de los comicios municipales de 1853. Son nombres gratos, de amable eufonía familiar:
El Marqués de Valladares, el Varón de Casa-Goda, don Norberto Velázquez Moreno, don José Donesteve, don Manuel Bárcena, don Francisco Tapias, don Francisco Yáñez, don Francisco Molíns, don Tomás Ozores, don Agustín Curbera, don Juan Millet, don Manuel Villoch, don Leonardo Pardo, don Ramón Lafuente, don Juan Buch,  don Vicente de Vicente, don Ulpiano Coca, don Juan Carsi, don Paulino Yáñez…
He dicho en otro lugar que alguno de nuestros buenos amigos actuales se anunciaban ya en la homonimia de sus predecesores. Y, como entonces, vuelvo a desearles que sea por muchos siglos. 

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