LEJANO AYER
Desde la población céltica del Castro
hasta el hervor romano del Arenal, corre por el cuerpo estremecido del Vigo
germinal un temblor urgente de vida y pasión. Después las laudas funerarias que
vigilaron la Calzada, señalando los rumbos militares y mercantiles de una
Galicia abierta al mundo imperial romano, cayeron a tierra pesadamente, para no
revelar su mensaje hasta nuestros mismos días. Los férreos siglos de la
invasión y dominación germánica, con el neblinoso reino suevo; las incursiones
por mar de normandos y sarracenos, oscurecieron el nombre y el empuje de Vigo,
que habrá quedado reducido entonces a un mísero poblado de pescadores, al
cobijo del monte que ceñía la ribera del Berbés, y, acaso, a un mínimo barrio
de navieros, en el Arenal. La antigua población del Castro desaparecía, bajo el
polvo de las centurias. Apenas sabemos de nuestra historia más que tristezas en
este tiempo. Los normandos, con el futuro San Olaf al frente, asolaban la
tierra, incendiaban el cenobio de San Martín, en las Cíes, y sembraban la
tremenda semilla del espanto. La alta Edad Media es como una larga noche sin
esperanza.
ESTAMPA GREMIAL
Un día, andando el tiempo, suena en el
mundo occidental la voz clara de un poeta nacido en Vigo, enamorado de Vigo,
cantor del mar de Vigo, y hace rimar la amable eufonía del topónimo natal con
la palabra más poética y tierna de la lírica medieval galaico-portuguesa: con
la palabra “amigo”, que es cifra y compendio de la entrañable calidad moral de
este pueblo, donde la amistad es una devoción. En el siglo XIII, Vigo renace a
la Historia, en labios de su trovador Martín Códax. En la lírica codaciana, el
mar es una entidad humanizada y pasible, como algo vigorosamente ligado al
propio latir del burgo marinero.
Vigo entonces, cuando su más fiel
poeta ensoñaba el baile grácil de la enamorada en el atrio respaldado por la
suprema armonía de un pórtico románico, tornaba a poblarse. Tal vez el poder
real haya conferido a la villa alguna pérdida carta-puebla, que hoy parece
testimoniarse en la designación de Pobladores, dedicada a un viejo rincón del
barrio marinero. Serían pobladores arribados aquí para beneficiarse de ciertas
franquicias concedidas a la pesca, ya que no al comercio naval, puesto que, en
este aspecto, Bayona y La Coruña disputaban tercamente a Vigo una primacía que,
por fatales razones histórico-geográficas, el siglo XIX vendría a hacer
indiscutible.
La villa, bajo el signo y la tutela
del mar, crecía lentamente. En el siglo XI poseía ya dos parroquias: Santa
María y Santiago. La primera acogía a la grey cristiana que se arracimaba en
torno a la Ribera; la segunda, a aquella otra, más dispersa y holgada, que
habitaba el Arenal y las tierras de labor situadas a su espalda. Para pasar de
un lugar a otro, los vigueses de entonces, si querían seguir orillamar, habían
de salvar la vaguada del arroyo del Hospital pisando las viejas laudas
sepulcrales de época romana, que allí habían colocado formando un pasadizo.
El florecer gremial de la baja Edad
Media no cogió de sorpresa a la villa. El gremio de mareantes era ya una
potencia económico-social de primer orden. Los matriculados del mar tenían el
derecho de elegir, por sí y para sí, un Procurador General del Mar, con iguales
prerrogativas que el Procurador. La elección se celebraba el día primero de
cada año, en concejo abierto, después de la misa del mediodía, en la Plaza de
la Piedra. Y año hubo que se armaron grandes tremolinas con aquel motivo.
Pero ya otros oficios se habían
incorporado a la vida municipal viguesa. Quedan múltiples testimonios de la
existencia de varios gremios poderosos en Vigo, a partir del siglo XV.
Carpinteros de ribera, toneleros, cesteros, herreros, sastres guarnicioneros,
etc., poseían sus propias Cofradías, bajo la advocación de los santos
tutelares, y concurrían, pimpantes y orgullosos, a las fiestas del Corpus.
EL MAR, SIEMPRE EL MAR
Sería
erróneo suponer que el empuje inicial de Vigo, como población volcada sobre el
mar, se haya debido a un intenso comercio naval, del que hoy, justamente, se
ufana. La originaria fuerza vital de Vigo ha de buscarse en la pesca, primera
actividad extractiva del hombre costero. Cierto es que durante la época romana
mantuvo la población un importante comercio a través del mar, como lo
atestiguan los abundantes fragmentos de ánforas de capacidad, aparecidos en el
fondos de las aguas en ocasión de los dragados realizados en ellas, y como lo
confirma, de modo especial, el hallazgo, que nos cupo en suerte catalogar, de
diversos elementos de una instalación fabril olivarera, precisamente en las
cercanías del barrio de A Oliveira, en Teis.
Otra
vez la pesca reclamó la atención preferente. Y esta industria ha sido, desde
entonces, el factor más poderoso en el desarrollo económico de Vigo, con la
estrecha colaboración de la villa de Bouzas, más avanzada en la audaz
singladura, más pronta y ágil para el intento renovador. Vemos así como en el
siglo XV Bouzas ensaya un curioso procedimiento para cercar la sardina, que
entonces abundaba en la ría, desde una muralla levantada en el mar –el famoso
“cerco de pedra”-, a cuya erección contribuyó económicamente la mitra tudense.
Esta protección que los señores temporales de Vigo y Bouzas –El Arzobispo de
Santiago y el Obispo de Tuy, respectivamente- otorgaban a la pesca, fue, en
cierto modo, fatal para el desarrollo naviero de ambas villas. Pues al no ser
estas de realengo, la corona se opuso tenazmente a que ejerciesen el comercio
marítimo con el extranjero, tanto para la introducción como para la exportación
de mercancías. Este privilegio lo tenían de antiguo Bayona, en el sur de
Galicia, y La Coruña, en el Norte. Celosos ambos puertos de conservar sus
tradicionales derechos, se mantenían en tensa vigilancia, y en los frecuentes
litigios entablados, siempre el puerto de Vigo salió perdidoso. Ni siquiera logró
Felipe II favorecer a la villa de Vigo con un trato circunstancial, a raíz de
la total destrucción de Vigo, 1589, por el feroz corsario Drake. La Coruña y
Bayona recordaron enseguida al monarca los perjuicios que se seguirían para la
hacienda real, si se permitía el libre comercio al puerto vigués, toda vez que,
no siendo éste realengo, se hallaba al margen de cualquier exacción fiscal que
no fuese en beneficio de sus mitrados señores.
LA FLOTA CORSARIA
En el año 1675 la población de Vigo
era de v389 vecinos o cabezas de familia, lo cual suponía un censo aproximado
de 1.500 habitantes. De aquellos solamente 68 no eran artesanos, sino
profesionales, comerciantes, propietarios o empleados, mientras el censo
gremial se repartía del siguiente modo: 27 zapateros o maestros de obra prima;
39 sastres; 48 carpinteros, toneleros, cerrajeros y cesteros; 68 hortelanos y
jornaleros; y en fin, 138 mareantes o pescadores.
Aparte la tradicional industria
pesquera, cuya evolución era, en todo caso, lenta, existieron dos causas
principales del rápido “despegue”, según nuestro entender: primera, la
relajación de aquellas vetustas medidas prohibitivas para el comercio naval;
segunda, la actuación fructífera de la flota corsaria viguesa durante las
guerras con Inglaterra. No es posible detenerse aquí a examinar en detalle las
hazañas y beneficios de aquella flota armada en corso, no sólo de nuestro
puerto, sino también de Pontevedra, Marín, Bayona y La Guardia, con la que
–valga la cita- “tantas presas hemos hecho, a despecho del inglés”. Pero , ya
que la cita nos sugiere la idea ingrata de una pura y descarada piratería,
convendrá aclarar que no era ese, exactamente nuestro caso. España armaba
buques en corso para perseguir al comercio naval de un país que, a su vez,
causaba el mayor daño posible a la navegación española. Bastaría volver la
vista atrás y contemplar el dantesco espectáculo de Rande, en aquel malhadado
otoño de 1702. Por grande que haya sido la fortuna –y sí, que lo fue- de los
corsarios vigueses, sus presas al comercio británico apenas alcanzarían a
cubrir los réditos del inmenso tesoro que la Armada anglo-holandesa nos echó al
fondo del agua. ¡Y pelillos a la mar, que el tiempo es buen curandero!.
LA GRAN OCASIÓN
La guerra de la Independencia, en la
que España entera empeñó su ser, fue para Vigo la más alta ocasión de su historia.
La villa, cercada por una vieja muralla medio en ruinas, hubo de sucumbir y
entregarse el 31 de enero de 1809, ante la ingente masa de tropas que la
amenazaba. Era la última plaza fuerte de Galicia que restaba a Napoleón, por
conquistar, pero sería también la primera en liberarse, gracias al magnífico
esfuerzo de sus habitantes. La bota del invasor solamente pudo pasearse –y
nunca por entera comodidad- por las empinadas calles de Vigo durante cincuenta
y ocho días. El 28 de marzo la guarnición mandada por Chalot capitulaba, bajo
la presión de un asedio implacable del paisanaje armado, y, con la reconquista
de Vigo, se iniciaba la rápida liberación de toda Galicia.
La antigua villa pescadora cobraba ya
honores y prestancia de ciudad, que ha sido templada en la prueba de los
heroísmos y las renunciaciones. La Regencia del Reino concede a Vigo, 1810, el
título de “Ciudad Fiel, Leal y Valerosa”, confirmado por Fernando VII, no sin
cierto retraso, el 22 de noviembre de 1819. Pocos años más tarde, las Cortes
liberales levantarían definitivamente la pesada esclusa que vedaba al puerto de
Vigo su concurrencia a todos los mercados del mundo, clasificándolo como puerto
de depósito de primera clase. Los gallardetes de todos los países navegantes
empezaron a tremolar en el viejo muelle de A Laxe o frente a las playas del
Arenal. Pronto se hizo sentir la necesidad de emprender obras ambiciosas en el
puerto.
EL VUELO AMBICIOSO
La colectividad viguesa salió
fortalecida de aquella experiencia bélica, al enfrentarse con el coloso de
Europa. Pudo comprender entonces que el esfuerzo común obra milagros, y se
dispuso a una tarea de engrandecimiento. no faltaron hombres de clara visión
del porvenir que vitalizasen los vagos afanes colectivos. Quizás el ejemplo
máximo lo había dado, durante los días tensos de la ocupación francesa, el
Alcalde Vázquez Varela, que supo aunar cautelosamente todas las voluntades.
Tras él, los nombres se multiplican: Velázquez Moreno, Marco del Pont, Arias
Enriquez, Taboada Leal…
Pero tal vez el súbito florecimiento
que la ciudad experimentó al terminar la primera mitad del siglo XIX, no se
hubiese producido sin el nuevo concurso de factores atribuibles, en parte al
menos, al azar. Vigo fue víctima –como muchos otros pueblos de la costa- de
aquellas súbitas epidemias del “cólera morbo asiático”, que en el siglo XIX repitieron los dramáticos cuadros sufridos por
la población en el siglo XVI. El mal llegaba en oleadas periódicas al
continente. Se pensó entonces en la necesidad de aislar a las tripulaciones y
pasajeros de las naves que arribaban a estas costas, y Vigo libró una
afortunada campaña para que fuese instalado el lazareto proyectado para el
Noroeste en la isla de San Simón. La obra pudo llevarse a cabo, en plena guerra
civil, merced a la generosa aportación de un rico comerciante avecindado en
Vigo, D. Norberto Velázquez Moreno, y a la entusiasta defensa científica del
médico don Nicolás Taboada Leal, primer Cronista Oficial de la Ciudad. Se
iniciaron las obras en 1839 y un año más tarde entraba el lazareto en
funcionamiento.
En 1840 la ciudad se proyecta también
tierra adentro, al iniciarse las obras de la carretera de Villacastín a Vigo,
que pronto habría de ser la arteria natural para el tránsito de mercancías
entre la meseta y su más inmediato puerto atlántico. En 1860 la ciudad rompe al
fin su sistema amurallad, derribando la Puerta del Sol para dar cauce a la
nueva calle del Príncipe. Vigo inicia su titánica lucha de ganarle espacio al
mar. Se constituye la llamada ”Empresa de la Nueva Población”, con hombres de
ambicioso espíritu, como don Emilio García Olloqui. Se forman los primeros
cuadros de relleno en torno a la punta de A Laxe, para ampliarse rápidamente
hacia la Alameda –entonces llamada “El Relleno” y sucesivo crecimiento
marginal. Suenan nuevos nombres en la nomenglatura ciudadana: surgen el Ramal,
el Ramalillo, la carretera de Circunvalación, por donde antes eran huertas y
viñedos. Al cabo de un siglo, la primitiva geografía costera que se extendió a
los pies del Castro ha desaparecido por completo. Ya no son más que un recuerdo
impreciso, las extensas playas del Arenal, del Berbés, de San Francisco, de
Coya. Vigo constreñido a espaldas del mar por un accidentado sistema de alcores
y valles, hubo de iniciar su estirón urbano sobre el mar propiciatorio. La
conquista de las laderas vendría después.
El esfuerzo auroral de esta espléndida
realidad moderna ha partido de unos hombres con amplia visión de futuro, que,
en la segunda mitad del pasado siglo, plantearon con clarividencia los
problemas fundamentales del puerto y de las comunicaciones con el interior. El
logro del ferrocarril fue una empresa ardorosa, a la que toda la ciudad se
entregó con pasión. En esta labor unánime cabe destacar las figuras de don
Eduardo Chao, teorizador de las soluciones portuarias y viarias de Vigo, y don
José Elduayen, diputado por el distrito durante muchos años, que, con tesonero
e inteligente afán, puso los sillares del nuevo puerto y los carriles de la vía
férrea.
CIENTO DIEZ AÑOS ATRÁS
El tres de noviembre de 1853 había
salido a la palestra FARO DE VIGO, periódico fundado por don Ángel de Lema y
Marina, que venía a servir de portavoz apasionado de las ansias progresistas de
Galicia. Al servicio de aquella noble empresa puso también su pluma un poeta
vigués, José María Posada y Pereira, que
dedicó rimas a todos los fastos de la ciudad. Sus versos se han olvidado, pero
el impulso poético, que jamás abandonó a su ciudad natal.
Y, por que sepamos algo más de aquel
año, en que se cierran estas notas del Vigo de ayer, he aquí los nombres de
algunos de los 75 electores vigueses, en vísperas de los comicios municipales
de 1853. Son nombres gratos, de amable eufonía familiar:
El Marqués de Valladares, el Varón de
Casa-Goda, don Norberto Velázquez Moreno, don José Donesteve, don Manuel
Bárcena, don Francisco Tapias, don Francisco Yáñez, don Francisco Molíns, don
Tomás Ozores, don Agustín Curbera, don Juan Millet, don Manuel Villoch, don
Leonardo Pardo, don Ramón Lafuente, don Juan Buch, don Vicente de Vicente, don Ulpiano Coca, don
Juan Carsi, don Paulino Yáñez…
He dicho en otro lugar que alguno de
nuestros buenos amigos actuales se anunciaban ya en la homonimia de sus
predecesores. Y, como entonces, vuelvo a desearles que sea por muchos siglos.
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