Cuento
los días que llevo en Galicia. Ya alcanzan a un mes. Permanecí en Santiago
durante toda la semana del Apóstol. Fui después a Vigo, y ahora me encuentro en
la ciudad de Villagarcía de Arosa, desde donde redacto este artículo para
MADRID.
Desearía
referirme en él a las excursiones que hasta
este momento, he tenido la fortuna de realizar. Y que fueron en orden
cronológico: la de Cangas-pueblecito pesquero frente a Vigo; la de Santa Tecla,
que es de suma excursión de suma importancia; la del monte Lobeira y las que,
cruzando la ría de Arosa me condujeron al balneario famoso de la Toja, y, ayer
mismo a la industriosa villa de Ribeira. Pero temo que la cabida de un artículo
no sea suficiente para todas. Unas las hice por tierra, otras por mar. En
automóvil y en barco. Y con los pies, exigidos por la altura y la fragosidad de
ciertos “castros”, que es como llaman en Galicia a los cerros o peñones que se
erigen sobre la costa.
Por
mi parte, prefiero el barco al automóvil. Y entre las excursiones en grupo,
organizadas por las Agencias de turismo-en grandes autocares o en lanchas
motoras-, y las que uno puede hacer “por su cuenta”, mi elección no es dudosa.
Me quedo con las últimas. Siempre-y esto no deja de significar un pequeño
egoísmo- me han estorbado los guías y los compañeros de excursión, a no ser que
se trate de parientes o de personas a quienes nos unen los lazos de la amistad.
En la excursión de Santa Tecla, por carecer de coche propio, “hube de resignarme” al autocar: a un autocar repleto de turistas españoles y lusitanos y con una pareja de franceses. Reconozco que su compañía, fortuita y transitoria no me resultó desagradable. No solo porque se trataba de gente educada y poco habladora, sino también porque la belleza de los parajes recorridos producía en todos una suspensión del ánimo acompañada de silencio. Y además, porque he aprendido la ciencia de aislarme dentro de la multitud.
La excursión-que más bien merece el nombre de ascensión-
al monte de Santa Tecla, emprendida desde Vigo, cumple su primera etapa en una
de las ciudades más antiguas de Galicia: en Tuy el “Castellum Tudi” de los
romanos. Fundada según la fábula, después de la caída de Troya, por el hijo de
Diomedes, aquel Rey de Argos, heridor de Venus. Tuy aparece ya definida en la Historia
como una colonia griega. Conquistada después por Roma y ocupada por los
visigodos, cuando Egico parte su Gobierno con su hijo Witiza, fija la
residencia de éste en Tuy. Ribereña del Miño y vecina de Portugal, punto de
separación o enlace de los dos grandes pueblos de Iberia, Tuy será musulmana
hasta que Alfonso I la reconquiste y la devuelva al seno de la España católica,
para que, más tarde, se la disputen la belicosa Doña Urraca y su hermana Doña
Teresa, condesa de Portugal. Al fin queda incorporada a Castilla por el brazo
de Alfonso VII. Su vecindad con la tierra lusa hace de Tuy motivo de discordia
y ambición entre las dos naciones. A lo largo del siglo XIV pasa de unas manos
a otras. Todavía el archiduque Carlos, al disputarle al nieto de Luís XIV el
trono de Carlos II, negocia el trueque de Tuy por otras poblaciones, “para
cuando llegue a ser Rey”. El último capítulo de la historia militar de Tuy es
una invasión por los franceses, que se retiran en 1809.
Entre tanto Tuy, cuya catedral es una verdadera fortaleza, da a España algunos hijos ilustres. Pero son más los eclesiásticos que los castrenses y los civiles. Son el Obispo D. Diego de Torquemada el que construye la admirable capilla de San Telmo; Lucas, el Tudense cronista de Dña. Berenguela, y cuyo “Cronicón de España” sigue siendo una de las fuentes de nuestra Historia. Es D. Juan Fernández de Sotomayor, el consejero de Dña. María de Molina, y es D. Prudencio de Sandoval, cronista de Carlos V. Durante el cisma de Occidente hubo disensiones en el Cabildo de Tuy, que terminaron con su completa adhesión y reverencia al Pontífice de Roma.
A todas estas páginas históricas siguen muchas páginas en
blanco. Tuy progresa apaciblemente sin alterar su fisonomía y sus costumbres,
conservando su aspecto de ciudad hispano-gótica, y contemplando, desde la
altura en que fue erigida su feraz y amplio valle y las aguas dulces del Miño,
que ya no la separan, sino que la unen, al país fraterno de Portugal.
Pero un día, en la última década del siglo anterior nace
en Tuy un hombre de inteligencia preclara, destinado a vivir, a luchar y a
morir por los más puros ideales y la integridad del espíritu de su patria.
Este hombre, este héroe, este mártir se llamó José Calvo
Sotelo. En Tuy nació y vivió los días de su niñez y adolescencia. Y de Tuy
partió, sin otro afán el de ser un buen hijo de su Patria, sin más guía que la
luz de sus claros propósitos y de su gran saber arrancado al estudio. En plena
juventud, y en uno de los períodos más difíciles de la vida nacional, compartió
la tarea de Gobernar-y encaminar a España por los senderos de la tradición y la
justicia. Conocida es su obra. Cuando, por causas ajenas a su albedrío, hubo de
interrumpirla, consagró las horas del destierro a un análisis más hondo de los
conflictos y necesidades de su Patria. Y cuando su Patria se vió amenazada de
muerte por un veneno exótico y por una ceguera, demencia o maldad de algunos de
sus hijos, este hombre volvió para ampararla y para emplear en su defensa el
arma de la palabra: esa arma que, como nos dice San Agustín, puede contener a
las turbas satánicas “cuando la esgrime un varón virtuoso e inspirado”. No las
contuvo por de pronto Calvo Sotelo, pero dejó marcado con su muerte el camino
de la redención.
Y he aquí como la ciudad de Tuy ha vuelto a entrar en el ámbito de la Grande Historia. He aquí por qué en una de sus mansiones existe una lápida que conmemora el nacimiento, el tránsito mortal y el epílogo glorioso de la vida de Calvo Sotelo. He aquí porque en la Catedral tudenses los visitantes se inclinan ante el baptisterio en donde el héroe futuro recibió el sello del cristianismo, y por qué en el punto más céntrico de Tuy, se contempla una efigie en bronce del mártir. Esta efigie señala otro momento, otro período de la Historia de España: cuando estuvo a punto de “dejar de ser España” y este hombre fue el primero en impedir que dejase de serlo.
De Tuy a través de campos y arboledas, o siguiendo el
curso del Miño llegamos a La Guardia, donde nos detenemos. Es allí donde se
inicia la subida al monte de Santa Tecla, en cuya cumbre se erige un santuario,
con su Vía Crucis de piedra, que la piedad de los hombres ha ido amparando
contra la obra destructora del tiempo a lo largo de siete siglos. Existe, desde
entonces, un voto que ningún año ha dejado de cumplirse. Este voto excluye a
las mujeres y posee una liturgia propia y unos ritos penitenciales que
conservan, un tanto atenuada, su austeridad primitiva. Su origen se debe a un
milagro. En 1355, después de una sequía que duró más de un lustro y convirtió e
yermos los campos, las gentes de estos lugares de Galicia subieron al
monte-consagrado al retiro la oración y el ayuno desde los albores del
Cristianismo- y obtuvieron del cielo, por la intercesión de Santa Tecla, la
lluvia generosa que puso término a sus calamidades y miserias.
El voto se cumple actualmente el lunes de la infraoctava
de la Asunción de la Virgen, que este año correspondió al 21 de Agosto. Yo subí
varios días antes a la cumbre de Santa Tecla, desde donde, si no pude asistir a
los cultos del voto, me fue otorgado el placer de contemplar uno de los más
bellos espectáculos del orbe: el del Miño en su desembocadura donde parte sus
aguas entre Portugal y España. En la tarde plácida, bajo el cielo de un azul
intenso, el sol arrancaba destellos de oro a los bancos de arena que el mar iba
ocultando lentamente. Baja y verde de cultivos, la costa portuguesa oponía sus
líneas y sus colores suaves a la rudeza de nuestro monte, poblado de pinos
centenarios. Al subir la marea unas barcas menores, con sus velas latinas
hicieron rumbo al Atlántico y todo fue sosiego y encanto en un paisaje que yo
llamaría de leyenda si no fuera una de las expresiones reales de la hermosura
de este país ibérico, que el Rey Sabio, en su lengua galaico-portuguesa definía
como “un paraíso de Dios”.
Y mi pluma se detiene, extasiada, en este punto. Queden
las otras excursiones para más adelante.
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