(LA
VOZ DEL TECLA, N.º 131-25 de Octubre de 1913)
En este grabado, primero de la serie
que pensamos publicar, damos a nuestros lectores una vista del puerto de la
vecina villa de Oya, en el que hace pocos años se llevaron a la práctica, por
cuenta del Estado importantes obras de las que apenas queda más que un montón
de ruinas.
Si en nuestra España, los altos
poderes exigieran rigurosas responsabilidades a los encargados de velar por el
más exacto cumplimiento de la ley de la verdadera administración de los fondos
de la nación en la que a obras de esa clase se refiere, los hijos de la vetusta
Oya no tendrían que presenciar el espectáculo que ofrece el deforme
hacinamiento de piedras que por poco tiempo han constituido las espaciosas
rampas y camino de servicio de aquel pintoresco puerto. Hoy aquellos materiales
en vergonzosa confusión constituyen en días de temporal el juguete de las olas,
cuando se arremolinan contra los altos murallones que no tardarán seguramente en
derrumbarse para formar parte de aquel montón de escombros, fruto del denodado
interés y activas gestiones de nuestro representante en Cortes para arrancar
del tesoro nacional el puñado de miles de duros que aquellas ruinas
representan.
En la parte alta del grabado destacase
el esbelto templo parroquial, cuyos graníticos muros han sido testigos de
grandes epopeyas, entre las que se cuenta el siguiente combate naval.
Corría
el año de 1616 y el sultán de Constantinopla Achmet I deseoso de vengar los
daños que en sus escuadras y puertos habían hecho el Marqués de Santa Cruz y el
Almirante D. Luís Fajardo mandó aprestar una escuadra de cien bajeles que, con
inesperada osadía, infestaron la costa de Galicia, fondeando once de ellos en
la bahía de Bayona de donde tres días después se internaron en la ría de Vigo
y, haciendo un desembarco en Domayo incendiaron parte de esta feligresía. El
mismo día dieron fondo en el puerto de Cangas, y al siguiente protegidos por su
artillería saltaron a tierra hasta mil hombres que, después de prender fuego a
la iglesia, al hospital y a 150 casas, se hicieron dueños de cuanto precioso
había en la villa, dieron muerte a cien vecinos y llevaron cautivos a más de
doscientos.
Arrogante
el turco con el éxito precedente creyó hacerse dueño con la misma facilidad de
los otros puertos de Galicia para saltar a tierra y dedicarse a mansalva a sus
piraterías. Pero ¡Vive Dios y la Virgen del Mar, que aquí en aguas de Oya iban
a desbaratarse tales empresas! En efecto. Era el 20 de Abril de 1624 y desde
las murallas del monasterio cisterciense, que se destaca en el fondo del
adjunto grabado, divisábanse cinco bajeles, que, ya henchidas las velas por el
viento, ya impulsados por el empuje de los vigorosos remeros corrían como una
exhalación a caza de los navíos mercantes de Portugal y Francia. Estos
indefensos y embarazados con el cargamento enfilaron las proas hacia nuestra
ensenada como gacelas perseguidas por los cazadores, buscando segura guarida al
pié de las murallas del imperial convento, siguiéndoles detrás los cinco
bajeles en cuyas popas hondeaba la bandera de la media luna, señal inequívoca
de que el pirata africano se echaba encima.
Los
monjes. Que sabían juntar en amorosa compañía la cruz con la espada y la pluma
con el sable, y que desde el desastre de Cangas estaban ojo alerta al horizonte
del mar, tan pronto como se percataron del peligro que corrían las naves
mercantes, enviaron gran porción de barcas varadas a la sazón en el Mosteiro,
para que recogiesen a los tripulantes, los cuales no teniendo esperanza de
ponerse fuera del alcance de los corsarios abandonaron sus navíos. Al mismo
tiempo, dice un historiador, que esta escena se desarrollaba en el mar,
aparecía sobre los baluartes (Plaza de armas) la gallarda figura del P. Abad
llevando a su lado al capitán de la guarnición y al monje artillero del
convento, que en los días de fiesta se ejercitaba en disparar salvas de
artillería y gozaba de nombre de excelente artillero. Manda el Abad izar la
bandera del Monasterio, hace la señal de la cruz sobre uno de los cañones y da
la voz de <¡fuego!>. El artillero se remanga, empuña el arma y dispara a
la galera turca más cercana; tiro en vano, pero que fue la señal del combate. Al
estruendo, todo el Monasterio empieza a jugar su artillería y mosquetes. Ocho
piezas de grueso calibre que artillaban los muros comienzan a vomitar por sus
ocho bocas como por otros tantos volcanes una espesa lluvia de mortíferos
proyectiles que hacían retroceder a los intrépidos ladrones del mar.
Retorcíanse las piraguas en mil vueltas y revueltas; y a los disparos de los
monjes respondían los turcos con andanadas de artillería. El estrépito del
cañón mezclado con el rumor de las olas que azotaban las murallas; la gritería
de los paisanos que en tropel acudían a defender el baluarte junto con el
bullicio de una brigada de colonos que subían y bajaban de los tejados del
convento con cubos de agua para apagar cualquier incendio que las bombas
enemigas provocasen, el imponente sonido de las campanas tocando a rebato,
confundido con las voces de mando, formaban un conjunto indescriptible. Casi
tres horas, continúa el historiador de estas grandes epopeyas monjiles,
continuó la refriega sin grandes resultados hasta que un monje de luengas
barbas, soldado en su juventud, tomó la dirección de las operaciones y, después
de disparar la plaza quince cañonazos sin fruto, en un arranque de fe y
entusiasmo en la Virgencita de su monasterio, actual patrona de Oya bajo la
advocación de la Virgen
del Mar, esclamó al disparar el decimo
sesto: “Este va en nombre de la Virgen de Oya” y fue con tal acierto, que al
disiparse el humo vió como en una de las galeras se internaba a torrentes el
agua por el abierto boquete: bamboleándose el navío, sobrevino el vértigo
precursor del naufragio… un momento más, y es sorbido por el remolino que el
mismo engendró en su ruina; junto con él zozobró la barquilla que a su lado
llevaba, 38 turcos fueron las víctimas del desastre; 9 que se salvaron a nado
cayeron cautivos de los monjes; los bajeles restantes al ver sepultados en el
fondo del océano a sus compañeros viraron en redondo hacia la punta de Langosteiros perdiéndose en las lejanías en que el mar y
el cielo se besan.
Por
este hecho de armas y otros que verá el lector en sucesivas narraciones, se le
concedió a la Virgen de Oya por reyes y emperadores el título de SANTA MARÍA LA REAL,, que hoy ostenta contra el necio orgullo
de los que se esfuerzan en escarnecer esta encantadora villa que los alimentó y
acarició en su seno para luego revolverse contra ella cual asqueroso y
despreciable aspid.
Por la recopilación
NAUJ YER
SAISELGI, Párroco de Sta. María de Oya
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