lunes, 1 de mayo de 2017

(OIA) El puerto, por Juan Rey Iglesias

(LA VOZ DEL TECLA, N.º 131-25 de Octubre de 1913)



En este grabado, primero de la serie que pensamos publicar, damos a nuestros lectores una vista del puerto de la vecina villa de Oya, en el que hace pocos años se llevaron a la práctica, por cuenta del Estado importantes obras de las que apenas queda más que un montón de ruinas.
Si en nuestra España, los altos poderes exigieran rigurosas responsabilidades a los encargados de velar por el más exacto cumplimiento de la ley de la verdadera administración de los fondos de la nación en la que a obras de esa clase se refiere, los hijos de la vetusta Oya no tendrían que presenciar el espectáculo que ofrece el deforme hacinamiento de piedras que por poco tiempo han constituido las espaciosas rampas y camino de servicio de aquel pintoresco puerto. Hoy aquellos materiales en vergonzosa confusión constituyen en días de temporal el juguete de las olas, cuando se arremolinan contra los altos murallones que no tardarán seguramente en derrumbarse para formar parte de aquel montón de escombros, fruto del denodado interés y activas gestiones de nuestro representante en Cortes para arrancar del tesoro nacional el puñado de miles de duros que aquellas ruinas representan.
En la parte alta del grabado destacase el esbelto templo parroquial, cuyos graníticos muros han sido testigos de grandes epopeyas, entre las que se cuenta el siguiente combate naval.
Corría el año de 1616 y el sultán de Constantinopla Achmet I deseoso de vengar los daños que en sus escuadras y puertos habían hecho el Marqués de Santa Cruz y el Almirante D. Luís Fajardo mandó aprestar una escuadra de cien bajeles que, con inesperada osadía, infestaron la costa de Galicia, fondeando once de ellos en la bahía de Bayona de donde tres días después se internaron en la ría de Vigo y, haciendo un desembarco en Domayo incendiaron parte de esta feligresía. El mismo día dieron fondo en el puerto de Cangas, y al siguiente protegidos por su artillería saltaron a tierra hasta mil hombres que, después de prender fuego a la iglesia, al hospital y a 150 casas, se hicieron dueños de cuanto precioso había en la villa, dieron muerte a cien vecinos y llevaron cautivos a más de doscientos.
Arrogante el turco con el éxito precedente creyó hacerse dueño con la misma facilidad de los otros puertos de Galicia para saltar a tierra y dedicarse a mansalva a sus piraterías. Pero ¡Vive Dios y la Virgen del Mar, que aquí en aguas de Oya iban a desbaratarse tales empresas! En efecto. Era el 20 de Abril de 1624 y desde las murallas del monasterio cisterciense, que se destaca en el fondo del adjunto grabado, divisábanse cinco bajeles, que, ya henchidas las velas por el viento, ya impulsados por el empuje de los vigorosos remeros corrían como una exhalación a caza de los navíos mercantes de Portugal y Francia. Estos indefensos y embarazados con el cargamento enfilaron las proas hacia nuestra ensenada como gacelas perseguidas por los cazadores, buscando segura guarida al pié de las murallas del imperial convento, siguiéndoles detrás los cinco bajeles en cuyas popas hondeaba la bandera de la media luna, señal inequívoca de que el pirata africano se echaba encima.
Los monjes. Que sabían juntar en amorosa compañía la cruz con la espada y la pluma con el sable, y que desde el desastre de Cangas estaban ojo alerta al horizonte del mar, tan pronto como se percataron del peligro que corrían las naves mercantes, enviaron gran porción de barcas varadas a la sazón en el Mosteiro, para que recogiesen a los tripulantes, los cuales no teniendo esperanza de ponerse fuera del alcance de los corsarios abandonaron sus navíos. Al mismo tiempo, dice un historiador, que esta escena se desarrollaba en el mar, aparecía sobre los baluartes (Plaza de armas) la gallarda figura del P. Abad llevando a su lado al capitán de la guarnición y al monje artillero del convento, que en los días de fiesta se ejercitaba en disparar salvas de artillería y gozaba de nombre de excelente artillero. Manda el Abad izar la bandera del Monasterio, hace la señal de la cruz sobre uno de los cañones y da la voz de <¡fuego!>. El artillero se remanga, empuña el arma y dispara a la galera turca más cercana; tiro en vano, pero que fue la señal del combate. Al estruendo, todo el Monasterio empieza a jugar su artillería y mosquetes. Ocho piezas de grueso calibre que artillaban los muros comienzan a vomitar por sus ocho bocas como por otros tantos volcanes una espesa lluvia de mortíferos proyectiles que hacían retroceder a los intrépidos ladrones del mar. Retorcíanse las piraguas en mil vueltas y revueltas; y a los disparos de los monjes respondían los turcos con andanadas de artillería. El estrépito del cañón mezclado con el rumor de las olas que azotaban las murallas; la gritería de los paisanos que en tropel acudían a defender el baluarte junto con el bullicio de una brigada de colonos que subían y bajaban de los tejados del convento con cubos de agua para apagar cualquier incendio que las bombas enemigas provocasen, el imponente sonido de las campanas tocando a rebato, confundido con las voces de mando, formaban un conjunto indescriptible. Casi tres horas, continúa el historiador de estas grandes epopeyas monjiles, continuó la refriega sin grandes resultados hasta que un monje de luengas barbas, soldado en su juventud, tomó la dirección de las operaciones y, después de disparar la plaza quince cañonazos sin fruto, en un arranque de fe y entusiasmo en la Virgencita de su monasterio, actual patrona de Oya bajo la advocación de la Virgen del Mar, esclamó al disparar el decimo sesto: “Este va en nombre de la Virgen de Oya” y fue con tal acierto, que al disiparse el humo vió como en una de las galeras se internaba a torrentes el agua por el abierto boquete: bamboleándose el navío, sobrevino el vértigo precursor del naufragio… un momento más, y es sorbido por el remolino que el mismo engendró en su ruina; junto con él zozobró la barquilla que a su lado llevaba, 38 turcos fueron las víctimas del desastre; 9 que se salvaron a nado cayeron cautivos de los monjes; los bajeles restantes al ver sepultados en el fondo del océano a sus compañeros viraron en redondo hacia la punta de Langosteiros perdiéndose en las lejanías en que el mar y el cielo se besan.
Por este hecho de armas y otros que verá el lector en sucesivas narraciones, se le concedió a la Virgen de Oya por reyes y emperadores el título de SANTA MARÍA LA REAL,, que hoy ostenta contra el necio orgullo de los que se esfuerzan en escarnecer esta encantadora villa que los alimentó y acarició en su seno para luego revolverse contra ella cual asqueroso y despreciable aspid.
                                                           Por la recopilación
                                               NAUJ  YER  SAISELGI, Párroco de Sta. María de Oya

                                                                                  Archivo: INFOMAXE

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