Majestuosa
y rutilante, cual bello ornato del confín meridional pontevedrés, y como
dibujada en la claridad del inmenso azul, se perfila, solitaria, la esbelta
silueta del Monte de Santa Tecla. Testimonio perenne de la indefectible
grandeza del Creador; no es sim-plemente nuestro Monte una prominencia más en
la abundosa orografía gallega. Tan vulgar consideración no justificaría su
renombre. El Tecla es eso y mucho más podría, acaso, decírsele el Monte
soberano, a cuyo lado las montañas circundantes parecen eclipsarse, él solo
campea, más que por la altiva independencia de su mole, por el acopio de
incomparables que en el conjunto se dan cita, en espléndido contraste de
variedades, hasta otorgarle rango exclusivo en su género. Inherente a su
aislada erección, de mérito indudable, con ella corre pareja su moderada
altitud, igualmente meritoria, pues permite distinguir y apreciar nítidamente
la múltiple diversidad del singular panorama, cuya justa y digna fama han hecho
del Tecla puerto obligado del turismo nacional, a la vez que acreedor al
emocionado y unánime elogio de cuantos en el decurso del tiempo le visitan,
para dejarle a veces -¡quién sabe...!- con nostálgico dolor, como pudo y debió
ocurrir a las belicosas tribus que antaño poblaron la Citania , partícipes ya de
las mismas ansias y pasiones que los hombres del presente, y que al correr de
los siglos no han hecho más que enraizar hondo, como respondiendo al sentir
profundo de la existencia...
Julio de
1950.
Rogelio
Vicente Portela
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