EL ECO DE GALICIA (LA HABANA, 6 DE MARZO DE 1879)
POR
LAUREANO RODRÍGUEZ RODRÍGUEZ
(Natural de la villa de La Guardia-Pontevedra)
Las
innumerables Ermitas ó Santuarios que, bajo la advocación de la Virgen María, ó
de alguno de los Santos á quienes la Iglesia Católica dá culto en sus altares,
se ven en los pueblos, y en las faldas, ó cimas de las más escabrosas y
elevadas montañas, débense, sin duda, á aquellas primeras épocas del
Cristianismo en que los hombres, entregados á la vida contemplativa, solo
dirigían sus ideas al mundo de los espíritus.
Crecido
número de gentes de todas clases y jerarquías, atraídas por la fama de santidad
que gozaban los cenobitas que vivían en esos lugares, acudían á los Santuarios
para implorar el favor del cielo en pro de las necesidades públicas y de las
privadas, unas veces motivados por los impulsos de una verdadera fé otras por
vanidad y cálculo, y muchas por la superstición y el ciego fanatismo.
Ricos
presentes, ofrendas más o menos valiosas, dejaban siempre los romeros en
aquellas Ermitas, algunas de las cuales han llegado á convertirse en suntuosos
y magníficos templos, si sus administradores eran hombres puros y celosos del
explendor de la religión á cuyo servicio estaban dedicados.
En Galicia
abundan los Santua-rios de que estamos haciendo mención; pues allí, desde los
primeros días del Cristianismo, fue tan crecido el número de prosélitos que obtuvo,
debido, sin duda, á la palabra elocuente de los discípulos del Zebedeo, cuyo
cuerpo guarda Compostela como la joya de más alto precio: tal apoyo ha
encontrado en aquella región la nueva fé sancionada en el Gólgota con la sangre
del cordero, robustecida en el circo del Coliseo con el heróico sacrificio de
millares de víctimas inmoladas por el furor de los Césares y sus
lugartenientes: tan excesiva é incon-dicional sumisión y acatamiento prestaban
los Gallæcos á los decretos de la Iglesia, que saliera de las Catacumbas, que
bien pronto aquel territorio se convirtió en una de las más fuertes columnas de
la religión de Jesús, cuyas máximas, echando en aquel pueblo sencillo
profundísimas raíces, dieron origen á los célebres Concilios de Lugo y Braga,
baluartes inexpugnables contra los cuales se estrellaron los cismas de
Prisciliano, Arrio, Averrohes y otros filósofos de la escuela oriental.
Pero no es
objeto del presente artículo hacer un estudio de esos sucesos, cuya magnitud
excede á los estrechos límites de un artículo, ni pretendemos mencionar tampoco
los perjuicios que el fanatismo religioso causó al pueblo gallego, perjuicios
cuyas fatales consecuencias aún se tocan: no vamos á dar á conocer la presión
humillante que ejercían sobre los infelices pecheros aquellos Prelados y Abades
que tenían derechos de Señores de horca y cuchillo, ni los falsos principios de
moral que una parte del clero de los antiguos tiempos imbuía en el ánimo de los
ignorantes, valiéndose de los mayores absurdos, de la Alquimia, y de los
fenómenos físicos para sorprender la buena fé y credulidad de las gentes
sencillas, sembrando en sus corazones las ideas más extravagantes acerca de la
naturaleza de Dios y sus atributos, espantándolos con supuestos milagros
acaecidos á su voluntad y antojo.
De estos
tiempos, y de esos embaucadores, de que por desgracia aún quedan por toda
España algunos res-quicios , que la civilización actual vá ha-ciendo
desaparecer, como desaparecen las sombras de la noche á los primeros albores
del día, no es tampoco de lo que pensamos hablar.
Es de una
costumbre religiosa, de un suceso, de un Voto creado hace más de 400 años de lo
que vamos á tratar: de una religiosa festividad que aún en la presente edad
subsiste con la misma pureza de la época de su creación, y que es tal vez
desconocida de la mayor parte de nuestros indulgentes lectores.
Inmediato á
la villa de La Guar-dia, en la provincia de Pontevedra, sobre la costa del
Atlántico, y en la desem-bocadura del río Miño, se halla situado á los 41º 57’ de longitud y 2º 30’ de latitud de San Fernando,
un monte de pequeña extensión pero de considerable altura, rematado en dos
puntas ó colinas llamada una Facho y San Francisco la otra, estando ámbas
separadas por una extensa planicie, en la que se halla situado un Santuario
dedicado á la Virgen protomártir Santa
Tecla, cuyo nombre lleva el monte.
Bellísimas
y sorprendentes son las vistas que se disfrutan desde cual-quiera de las dos
puntas de este monte, á donde quiera que el espectador dirija sus miradas!
Desde el Facho, mirando al Océano,
que ora agitado en soberbias y gigantescas olas se estrella bramando con
salvaje fiereza contra las inmóviles rocas que marcan el límite de su imperio,
ora tranquilo, asemejándose á un espejo en cuya superficie se repro-duce la
imagen de los cielos, besa con sus aguas al son de amoroso murmullo, las
ennegrecidas peñas de aquellas costas, divísase, cuando la atmósfera es
diáfana, en una tan inmensa extensión, que sus horizontes se pierden y
confun-den con la esfera infinita del firmamento.
A sus piés
queda La Guardia que se vé á vista de pájaro; más allá el monte Torroso,
después el pintoresco Valle del Rosal.
El Facho
tiene en su centro una sólida muralla de ladrillo, cuya altura mide
aproximadamente 30 piés, y está destinada para guía de los navegantes que
recorren aquellas costas, y cuyas cartas marítimas tienen consignada esta
punta.
Desde el
pico de San Francisco se ven las macizas y vetustas torres de la
antiquísima catedral de Tuy, de la que dista 20 kilómetros , y la
fantasía del espectador más delicado se sacia en la contemplación del bellísimo
panorama que presentan los pueblos y campos que están á un lado y otro del
Miño, que como cinta de plata baja serpenteando entre las esmaltadas riberas de
Galicia y Portugal.
Continuará
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