Siguiendo
el laberíntico y sinuoso jardín guardés, a cada paso, se suceden paisajes que
contrastan escenas de variado colorido, unas veces el Océano Atlántico que,
aunque, inmensamente grande desaparece a nuestra observación en el punto del
horizonte, merced al continuado movimiento rotativo de nuestro Planeta; otras
veces, brotan y surgen aglomeradas casitas labradoras que, como blancas
gaviotas, quieren sobresalir y dominar con su figura a los viñedos emparrados,
mientras que los maizales, en perfecta alineación, enhiestos y robustos como
recompensa a una gestación vigorosa, quieren, también, ellos, reverdecer con su
asistencia la campiña, en cuyas inmediaciones o proximidades se halla el
titánico e ingente escenario que culmina con la nota saliente del soberbio
reducto del Tecla.
En su
cumbre y como cenador colgado en lo más alto del Monte, se alza un suntuoso
Hotel, que, con su magnificencia, es paralelamente similar a aquellas moradas
de antiguos señores feudales, evocadoras de recuerdos de antaño. Desde el
corrido y amplio balcón del “Pazo” que, así nominalmente se llama el citado
Hotel, se esclaviza y avasalla, por completo, toda la Comarca , vestida con rico
boato verde, mientras que el Río Miño, con su ancho y desparramado caudal, en
función aduanera, separa, con sus limpias y cristalinas aguas, a dos Naciones
hermanas.
Salpica el suelo, refrescando el ambiente que
rodea la cúspide del Monte Tecla, una tupida y extensa vegetación que, a la
vez, parece cumplir la tarea de proteger con las copas de los frondosos árboles
la Capilla
donde se guarda y venera la
Sagrada Reliquia de su Santa, sirviendo, al propio tiempo,
para suavizar el bochorno del Sol y sus calóricos rayos en la época estival.
De otro
lado, y desde uno de sus muchos y elevados observatorios graníticos, el Tecla
nos ofrece el espectáculo de admirar los dentellones y mordeduras, bien
visibles, por cierto, en los días claros y serenos, de las aguas del Atlántico
a las acantiladas costas guardesas, operación que pretende furtivamente
enmascarar en el turbulento espumaje de sus agitadas y bulliciosas olas, que
arrastran fajas blancas de menuda arena, que depositan en las pequeñas playas
naturales, donde se guarecen visitantes
y forasteros para bañarse y practicar la natación, abrigadas de unas rocas que
salen a su paso, restándoles energías, mientras que la atmósfera se impregna de
un fuerte olor a marisma, que produce un agradable bienestar.
No
acierto a encontrar por más que me obstino, el verdadero vocabulario expresivo
de tanta beldad, y mucho menos, aproximarse a la formación de una idea cuyo
contenido explique, aunque, sea, a grandes rasgos, los inimitables panoramas
que se producen constantemente desde cualquier rincón de La Guardia ; recorrer y
deleitarse, a través de su Comarca, con sus encantos, es acto que, solo y
personalmente, debe ser criticado y juzgado por quienes lo contemplen.
Yo, y
ante el recelo y desconfianza de quedarme corto y escaso en mi apreciación al
explicar la magnitud de tanta hermosura que la Naturaleza ha volcado
sobre esta Villa gallega, como recuerdo de su mejor dádiva, cedo gustosamente
esta función fiscalizadora a todos y a cada uno de los visitantes que tengan el
alto honor de traspasar sus umbrales.
Pero esto
no es óbice para que a este respecto diga que, entre las incalculables bellezas
turísticas que encierra Galicia, sea ésta, la de La Guardia , una de las que,
con mayor fuerza y raigambre, quede prendida y grabada en la mente del viajero.
Mi
opinión como persona familiarizada, al igual que los guardeses, con la
excelsitud y suntuosidad nacida de la contemplación diaria de tan sublime
hermosura, es que un fallo justo con respecto a La Guardia , no puede ser otro
que exponiendo calificativamente y con sinceridad que que esta Villa marinera
“es prez de Galicia y bendición del Cielo”.
José Cólera González.
Publicado no libro das Festas do Monte de 1955
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