Muy cerca de los cincuenta años hace de esto. Don Juanito
Domínguez, nuestro querido profesor en el Seminario, nos arrastró,
sugestionándonos con su charla persuasiva, a la aventura.
Fue
aquella una ascensión penosa, Monte arriba, por camino de cabras. Entonces el
Monte, mondo de pinos, agreste, sin otra vegetación que un tojo raquítico y
carrascales, ofrecía una subida áspera, bordeando vertientes peladas, que daban
vértigo.
La tarde,
un poco bochornosa, amenazaba lluvia. Soplaba el bragués...
- Don Juanito, debiéramos dar
vuelta, va a llover, -dijo uno de los tres seminaristas que acompañaban al
profesor.
- Ya
empieza el agorero. ¡Qué lluvia ni que ocho cuartos! Eso es niebla alta...
Era una
ascensión aquella algo extraña. Cada uno de nosotros llevaba un sacho de jardín. Nada menos que
subíamos al monte para empezar unas
excavaciones en determinado paraje. Porque, según Don Juanito Domínguez, que él
solo había subido ya infinitas veces, por allí adivinaba él, soterrada, nada
menos que una población de altura, una citania...
- Don Juanito, que ya caen
gotas...
Pero en aquel momento Don
Juanito se perdía en una disertación laberíntica de prehistoria, en la que
barajaba nombres raros de edades y períodos geológicos, y no oía...
Llegamos. Y los sachos de jardín empezaron a remover
tierra y piedras. Y a los pocos minutos, José Vicente tropezó con un largo
clavo de bronce.
¡Cuidado con romperlo, para
con el sacho! –exclamó, alucinado,
con sus ojillos negrísimos, pequeños, como cuentas de azabache, Don Juanito,
que saltó sobre el hallazgo...
Lo limpia, lo acaricia, lo
examina, y exclama, con toda seriedad:
- No hemos perdido el tiempo,
muchachos. Este primer hallazgo es una joya. Nada menos que este alfiler debió pertenecer al tocado de
una dama romana. – Y se quedó tan orondo...
- ¡Lo que vale el saber!
–afirmó, un tanto irónico, José Pedreira.
- ¿Por qué dices tú eso? – se
revolvió Don Juanito, ya en aire de ataque.
- Por que yo aseguraría, sin
ánimo de ofenderle, que ese alfiler,
un poco desgastado, es más bien un clavo largo de los que aseguran la canga al yugo de un carro de bueyes...
No tuvo
tiempo para replicar nuestro profesor. Los achuvascados celajes se habían
extendido en todas direcciones, y la lluvia comenzó a formalizarse, y espesó
pronto. Y fue espesando, espesando sin cesar, hasta que se acortaron los
horizontes, y ya no se veía otra cosa que aquella cortina de agua que caía
implacable, serena y a plomo. Y a pie firme, en aquella altura inhóspita,
rodeados por torrenteras, hubimos de apandar
aquel diluvio.
Excusado
es decir que volvimos a casa escurridos, sucios, desaliñados, taciturnos y
maltrechos...
II
¡Inolvidable
y querido profesor, Dr. D. Juan Domínguez Fontela! Me parece tenerle aún a mi
lado, alto, un poco desgarbado, con sus ojos negrísimos, pequeños, vivos, como
abiertos a punzón, con su contagiadora risa franca, hablador sempiterno,
inquieto...
No se le
comprendía sin un libro en la mano. Estudiaba siempre, de día y de noche. Y,
caso extraño, le restaba tiempo para estar en todas partes. Parecía estar
dotado del don de la ubicuidad.
Constante
investigador, puedo afirmar que no existe en Galicia biblioteca o archivo que
él no hubiera registrado.
Son muy
notables sus muchas monografías de carácter histórico, heráldico y arqueológico
publicadas en La Integridad , de Tuy,
y en La Voz del
Tecla, periódicos en mala hora dejados desaparecer.
Y sin
duda alguna que a este tesón y firme constancia del Dr. Domínguez en sus
frecuentes cacheos al Monte, se debe
que, pocos años después de nuestra bautizada
aventura naciera la
Sociedad Pro-Monte , cuya primera Junta Directiva, de feliz
recuerdo, estaba formada por los caballeros guardeses Don Manuel Lomba, Don
Julián López, Don Pacífico Rodríguez, Don Ángel Nandín, Don Constante Candeira,
etc.
Directiva
benemérita, que, a impulsos de un noble afán, consiguió descubrir, bajo la
dirección técnica de Don Ignacio Calvo y el Dr. Obermayer, una población de
altura, la citania de nuestro Monte,
adivinada allí por el Dr. Domínguez; y dar prestigio y fama a este mismo Santo
Monte, de su ya célebre por la tradición religiosa de O Voto, romería singular, tal vez única en el mundo cristiano; y
ofrecer a la curiosidad de los expertos un museo admirable de objetos prehistóricos,
cuidadosamente clasificados; y dotar al monte de una carretera en zig-zag por
la cual hoy suben diariamente coches cargados de turistas, que allá, sobre los
altos picos, admiran estáticos, un paisaje de maravilla...
Continuara
Publicado no libro das Festas do Monte de 1952
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