(LA VOZ DEL TECLA, 4 de junio de 1911)
La mar estaba de resaca. Las olas, hinchadas y
mugidoras, corrían unas tras otras, azotándose con sus cabelleras blancas.
Sacudidas por el viento, se abalanzaban al acantilado. Sus bramidos retumbaban,
pavorosos, entre las peñas: era un espectáculo sombríamente bello.
Cuando, en vacaciones, venía yo á descansar de
las tareas escolares á este mi amado pueblo y la mar se embravecía así, gustaba
de contemplar sus furiosos estremecimientos desde una peña alta, que estaba
cerca de la orilla.
Aquel día- hace tiempo de esto- estaba mi sitio
favorito ocupado por un viejo mareante, que contemplaba, con ojos pasmados,
cómo las olas, en respingos feroces y acometidas brutales, se estrellaban
contra la roca, inmoble siempre ante los ataques del coloso.
Me acerqué á él. Era un pobre hombre como de
setenta años, viejo y caduco, agobiado por una vida perra, de trabajos rudos y
continuos. De su remendada gorra se escapaban, como púas de alambre retorcidas
mechones de pelo, y una camiseta de lana, vieja y agujereada, que caía sobre un
pantalón en jirones, cubría su cuerpo. En su rostro atezado, cubierto por la
pátina que el sol y el vendaval de las tempestades fuera, poco á poco,
depositando en él, quise ver el sello de una pena honda. Parecióme que el
rostro del viejo marino estaba triste y sombrío. Charlamos y noté que su voz
resonaba dolorosamente.
-Buen hombre, ¿está usted triste? ¿Qué pena le
aflige? Le pregunté.
Al pronto no respondió.
-Si, señor, tengo una pena grande, que me roe el
alma, y que no puede haber otra como ella: el mar, este mar, amigo mío, en
otros tiempos, tragó á mis dos hijos hace ocho meses; mi mujer, apenada y
enferma desde entonces, hace tres meses que la tierra hambrienta la tragó
también. Yo permanezco aquí, viejo inútil, apegado á la vida como el mejillón á
la peña, pasmado de no haberme muerto ante los cadáveres desfigurados de mis
hijos, ante mi mujer muerta de pena, aguardando á que Dios disponga de mí.
Habló así el viejo marino sin mirarme, agachada
la cabeza hirsuta, haciendo esfuerzos para contener el llanto.
-¿Eran buenos los hijos?
-¡Ay, señor, como dos ángeles! Los pobrecitos
hacía mucho tiempo que me mantenían á cuerpo de rey, sin trabajar.
-¿Y como fue tal desgracia?
-Señor, tal como hoy, un día se alborotó de
pronto esta maldita fiera, sopló recio el vendaval y descargó una furiosa
tormenta. Los barcos que estaban cerca se apresuraron á entrar en el puerto;
los que se hallaban lejos, aunque á duras penas, entraron también. Al fin
entraron todos, señor. Solamente faltó el de mis hijos. Desde esta misma peña,
á la que yo subiera para dominar todo el horizonte oscuro y revuelto, oía decir
á la gente consternada: falta el “San Antonio”. Y estaba de Dios que el “San
Antonio” no había de volver. ¡Estaba de
Dios que no había de ver más á mis hijos…! A las siete de la tarde, en el lomo
reluciente de una ola enorme, se vió una cosa negra, algo como un gran delfín
muerto: ¡era el barco de mis hijos con
la quilla al aire! A su vista mi mujer dio un grito agudísimo, que fue ahogado
por el ruido de la ola al romperse, y cayó como muerta. A mí, el dolor y el
espanto me enloquecieron: no fui dueño de mis actos por largas horas… Durante
toda la noche inútilmente buscaron por la playa los cadáveres de mis hijos;
hasta la mañana bien entrada no quiso arrojarlos de sí el maldito mar. Yo los
he visto, tendidos sobre las guijas de la ribera, con las caras ensangrentadas,
contraídas por una mueca horrible de espanto, bárbaramente destrozados, como si
éste mar, no contento con haberlos muerto, anduviera, durante toda la noche,
para aliviar su furor, á dentelladas con ellos, ¡y no me he muerto!
El viejo mareante se enjugó una lágrima con su
mano encallecida, la sacudió de soslayo y agachó más la cabeza, sin duda para
ocultarme su profunda emoción.
Ante aquel dolor grande no sé que palabras de
consuelo le dije, recordando el premio que Jesucristo promete á los que sufren.
-Toma, ¿y que se creía usted? –dijo mirándome
con mezcla de enfado y extrañeza- Lo que es si no fuera por ese tiempo que hace
que el mar me hubiera tragado á mí también…
Diciendo esto apoyó ambos codos sobre las
rodillas, descansó la cabeza entre las manos engolfó sus ojos en el imponente
vaivén de la resaca y no pronunció una palabra más.
Yo estuve, lleno de admiración, contemplando
largo rato á aquel hombre agobiado por un dolor inmenso, y cuya resignación
cristiana era tan grande como su dolor.
Al marchar, dile una limosna, que recogió
descubierta la cabeza greñosa, de pelos cerdosos y tiesos, parecidos á una mata
de tojo.
Lejos de él ya, volví la cabeza y vile aún allí,
solo, mudo, en lo alto de la peña, con los codos apoyados en las rodillas y la
cara entre las manos, fija la vista en las colosales mareas que se hinchaban y
corrían, desatentadas y locas, hasta estrellarse, en rugidos de rabia
impotente, contra el inmoble acantilado.
CYRANO.
No hay comentarios:
Publicar un comentario