viernes, 12 de diciembre de 2014

LA VOZ DEL TECLA, de 04.06.1911, por CYRANO, CRÓNICA GUARDESA "El viejo marino"

(LA VOZ DEL TECLA, 4 de junio de 1911)
La mar estaba de resaca. Las olas, hinchadas y mugidoras, corrían unas tras otras, azotándose con sus cabelleras blancas. Sacudidas por el viento, se abalanzaban al acantilado. Sus bramidos retumbaban, pavorosos, entre las peñas: era un espectáculo sombríamente bello.
Cuando, en vacaciones, venía yo á descansar de las tareas escolares á este mi amado pueblo y la mar se embravecía así, gustaba de contemplar sus furiosos estremecimientos desde una peña alta, que estaba cerca de la orilla.
Aquel día- hace tiempo de esto- estaba mi sitio favorito ocupado por un viejo mareante, que contemplaba, con ojos pasmados, cómo las olas, en respingos feroces y acometidas brutales, se estrellaban contra la roca, inmoble siempre ante los ataques del coloso.
Me acerqué á él. Era un pobre hombre como de setenta años, viejo y caduco, agobiado por una vida perra, de trabajos rudos y continuos. De su remendada gorra se escapaban, como púas de alambre retorcidas mechones de pelo, y una camiseta de lana, vieja y agujereada, que caía sobre un pantalón en jirones, cubría su cuerpo. En su rostro atezado, cubierto por la pátina que el sol y el vendaval de las tempestades fuera, poco á poco, depositando en él, quise ver el sello de una pena honda. Parecióme que el rostro del viejo marino estaba triste y sombrío. Charlamos y noté que su voz resonaba dolorosamente.
-Buen hombre, ¿está usted triste? ¿Qué pena le aflige? Le pregunté.
Al pronto no respondió.
-Si, señor, tengo una pena grande, que me roe el alma, y que no puede haber otra como ella: el mar, este mar, amigo mío, en otros tiempos, tragó á mis dos hijos hace ocho meses; mi mujer, apenada y enferma desde entonces, hace tres meses que la tierra hambrienta la tragó también. Yo permanezco aquí, viejo inútil, apegado á la vida como el mejillón á la peña, pasmado de no haberme muerto ante los cadáveres desfigurados de mis hijos, ante mi mujer muerta de pena, aguardando á que Dios disponga de mí.
Habló así el viejo marino sin mirarme, agachada la cabeza hirsuta, haciendo esfuerzos para contener el llanto.
-¿Eran buenos los hijos?
-¡Ay, señor, como dos ángeles! Los pobrecitos hacía mucho tiempo que me mantenían á cuerpo de rey, sin trabajar.
-¿Y como fue tal desgracia?
-Señor, tal como hoy, un día se alborotó de pronto esta maldita fiera, sopló recio el vendaval y descargó una furiosa tormenta. Los barcos que estaban cerca se apresuraron á entrar en el puerto; los que se hallaban lejos, aunque á duras penas, entraron también. Al fin entraron todos, señor. Solamente faltó el de mis hijos. Desde esta misma peña, á la que yo subiera para dominar todo el horizonte oscuro y revuelto, oía decir á la gente consternada: falta el “San Antonio”. Y estaba de Dios que el “San Antonio”  no había de volver. ¡Estaba de Dios que no había de ver más á mis hijos…! A las siete de la tarde, en el lomo reluciente de una ola enorme, se vió una cosa negra, algo como un gran delfín muerto: ¡era el barco de mis hijos  con la quilla al aire! A su vista mi mujer dio un grito agudísimo, que fue ahogado por el ruido de la ola al romperse, y cayó como muerta. A mí, el dolor y el espanto me enloquecieron: no fui dueño de mis actos por largas horas… Durante toda la noche inútilmente buscaron por la playa los cadáveres de mis hijos; hasta la mañana bien entrada no quiso arrojarlos de sí el maldito mar. Yo los he visto, tendidos sobre las guijas de la ribera, con las caras ensangrentadas, contraídas por una mueca horrible de espanto, bárbaramente destrozados, como si éste mar, no contento con haberlos muerto, anduviera, durante toda la noche, para aliviar su furor, á dentelladas con ellos, ¡y no me he muerto!
El viejo mareante se enjugó una lágrima con su mano encallecida, la sacudió de soslayo y agachó más la cabeza, sin duda para ocultarme su profunda emoción.
Ante aquel dolor grande no sé que palabras de consuelo le dije, recordando el premio que Jesucristo promete á los que sufren.
-Toma, ¿y que se creía usted? –dijo mirándome con mezcla de enfado y extrañeza- Lo que es si no fuera por ese tiempo que hace que el mar me hubiera tragado á mí también…
Diciendo esto apoyó ambos codos sobre las rodillas, descansó la cabeza entre las manos engolfó sus ojos en el imponente vaivén de la resaca y no pronunció una palabra más.
Yo estuve, lleno de admiración, contemplando largo rato á aquel hombre agobiado por un dolor inmenso, y cuya resignación cristiana era tan grande como su dolor.
Al marchar, dile una limosna, que recogió descubierta la cabeza greñosa, de pelos cerdosos y tiesos, parecidos á una mata de tojo.
Lejos de él ya, volví la cabeza y vile aún allí, solo, mudo, en lo alto de la peña, con los codos apoyados en las rodillas y la cara entre las manos, fija la vista en las colosales mareas que se hinchaban y corrían, desatentadas y locas, hasta estrellarse, en rugidos de rabia impotente, contra el inmoble acantilado.

                                                                                  CYRANO.

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